A
veces al rezar te sale el fariseo que llevas dentro. Y entonces te
apropias un poco de Dios, y le dices: “soy de los tuyos”, pero en
realidad lo que le estás diciendo es: “Tú eres de los míos”. Y,
veladamente, se te cuela la mirada por encima del hombro a los otros,
los que no creen, o creen de manera distinta; los que celebran distinto
que tú; los que sobre los diferentes problemas se sitúan en
otro lugar, tienen otras opiniones o perspectivas. Arrugas la nariz,
por dentro, aunque por fuera tu rostro sea plácido y sereno. Te sientes
más verdadero en tus convicciones, y les detestas un poco –aunque jamás
utilizarías el verbo detestar- porque no son como tú.
A veces,
al rezar asoma el publicano. Y entonces dices a Dios, con una mezcla de
pesar y aceptación, dolor y confianza: “Esto es lo que hay”. Y lo dices
sin reto ni rendición, sin arrogancia ni ego. Entonces expresas, desde
lo hondo, que no puedes, que no sabes, que no alcanzas, pero que aun
así, caminas, confiando en que con tu barro él sabrá qué hacer. Y
ofreces tu amor, a veces ensombrecido por el egoísmo; y tus manos
vacilantes, y tus dudas. Y, en tu fragilidad tan absoluta, la oración se
vuelve abrazo.
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