domingo, 24 de febrero de 2019

33, EL MUSICAL

https://miguelangelsanjuanescritor.wordpress.com/2019/02/22/33-el-musical/



Un mensaje vivo que tiene más de 2.000 años y que es necesario recordar porque jamás perderá actualidad: un mensaje de amor
En las filas más cercanas al proscenio, ahí abajo, un grupo de mujeres se acomoda en las butacas rojas, cada una en la suya; en la que establece la entrada que algunas consultan incluso ya una vez sentadas, cerciorándose de que ocupan su lugar y no otro. Detrás de ellas, un sacerdote moreno de pelo (poco) y piel (toda), con redondas gafas de pasta, charla con un grupo de personas que parecen acompañarle. Miembros de su parroquia, tal vez. Una pareja acaramelada comparte las palomitas (también bañadas en caramelo) Tres chavales, menos de treinta (años) cada uno, intercambian risas mientras ojean el teléfono móvil de uno de ellos.
Y hacia arriba, imponentes, las gradas se alzan casi a rebosar bajo la carpa que acoge el mayor teatro efímero de España (7.000 m2 en la Feria de Madrid). Nerviosismo. Murmullo. El ruido al masticar del maíz hecho pedazos. Casi puede respirarse el trajín de actores y técnicos que, ahí detrás, deben estar afinando cuerdas vocales, respirando intensamente, ¿rezando, tal vez?, respondiendo a un último mensaje desde el móvil y dejando el camerino atrás. Corazones palpitantes, respiración acelerada. El público activa el modo avión en teléfonos y mentes. Ojos abiertos. Bocas cerradas. Almas receptivas. Todo listo. 
En el escenario brilla un número. El 33. Todos sabemos a qué se refiere. Todos sabemos lo que hemos venido a ver. Creemos saberlo, al menos. No es así; no es cierto. Bastará con el inicio del espectáculo para que los traseros que ocupan las 1.200 butacas de este espacio se remuevan ante tan inesperado arranque. No se eleva el telón. No se corre hacia ambos lados. No hay telón. La cuarta pared (con una boca escénica de 14 metros, de las más grandes nunca vistas), desnuda desde el inicio hasta el final, se colorea enseguida con la bruma y el pesado ambiente de Jerusalén, donde transcurre la historia. Donde comerciantes, prostitutas, sacerdotes y pescadores parecen convivir sin noticia alguna que perturbe su existir, en ocasiones ya suficientemente maltrecho. Hasta hoy.
Hoy, María (Laura González) despide a su hijo Jesús de Nazaret. Hoy Jerusalén recibe al hijo de Dios. Eso dice él, al menos. Eso creen algunos. ¿Los primeros? Los apóstoles. Su coro, divertido, extravagante, actual, sincero, profundo, ácido en ocasiones, conquista las primeras sonrisas entre los presentes. Rostros, voces y cuerpos dispares inundan el escenario al ritmo de la música. Se contonean, son cómplices. Cantan.
En ocasiones, no solo en esta, también cuando los demonios acechan, cuando los sacerdotes proclaman y ordenan, cuando Magdalena (María Virumbrales) se sincera, diera la sensación (sólo a veces, repito) de que la música, la puesta en escena, la interpretación y las voces superasen en calidad a las palabras con que la historia es contada (casi en su totalidad cantadas). En otros casos, por contra, una buena frase, un buen párrafo, pone en alerta a quienes observamos atentos y anotamos, pareciese que al unísono, un mensaje en nuestra libreta de aprendizajes para revisarlo más tarde, quizás en la cama tras el espectáculo.
Y al fin: él. Aparece radiante. Lo hace sin pretensiones, es cierto, pero es vano el intento de no mostrarse importante, imponente, impecable. ¿Por qué? Porque es ÉL, con mayúsculas. Jesús de Nazaret (Christian Escuredo) hace su entrada en escena, en Jerusalén, en este teatro y en el corazón de los espectadores con una fuerza que no proviene de otro lugar que no sea su luz. ¿Los focos que le iluminan? Básicos, por supuesto. ¿Un buen trabajo de maquillaje, peluquería y sastrería? Sin duda. Pero Escuredo encarna a uno de los personajes más relevantes e influyentes (el que más, posiblemente) de la historia de la Humanidad. Y hacer de este reto una realidad creíble, impactante y sincera, que ni ofenda ni chirríe, es una labor que va mucho más allá de la estética e impecable puesta en escena. La clave, al menos yo, la he hallado en sus ojos (puros, limpios), su sonrisa (amplia, real), su emoción (sincera) y su luz propia (no hace falta conocerle demasiado para descubrir que tiene un sol dentro del corazón).
Escuredo, cantante de voz prodigiosa que no parece costarle demostrar en este papel, ha brillado antes en cine (El silencio de los objetos; Y sin embargo te quiero), series de televisión (Fariña; Vivir sin permiso; Pazo de familia) o teatro musical (Priscilla, Reina del Desierto; Sonrisas y Lágrimas, entre otros títulos). Reconocido por la profesión y por el público con diferentes condecoraciones, enfrenta ahora el que, ha confesado, es el papel más complicado de su larga vida profesional (larga por intensa y completa, pues cuenta con a penas 2 años más que su personaje: 35).
De pronto, revuelo. Tímido alboroto, sí, pero algo pasa. Algunos cambian de postura en el asiento. ¡Claro! Se acerca. Ahí viene. Cuando ese Jesús con deportivas blancas, pelo largo con la frente despejada, ojos intensos, labios gruesos, barba poblada y blancas vestimentas desciende hacia el público, éste se altera. ¿Por qué? Impone. Toma manos. Sonríe a los ojos de quienes le observan. Proyecta la voz. Y el foco que parece caerle del cielo le ilumina como al hijo de quien es. Impone.
Ése, que asegura ser el nuevo Mesías, habrá de enfrentarse a la conspiración y al poder de la Iglesia que no está dispuesta a aceptar su mensaje, su presencia y la revolución que ésta entraña. Mensaje, sin embargo, que desde estas tablas se repite sin cesar como un llamamiento a todos, a quienes hoy, 2.000 años después de estas escenas que aquí se recrean, seguimos conservando sentimientos, creencias, resentimientos, rencores y, quién sabe, tal vez odios con idéntica intensidad y significado. Actualizados, sí, pero de idéntico calado. Y ahí nos damos cuenta de que hacía falta que volviese este Jesús para agitarnos el alma.
De pronto: la cena, donde María se cuela acompañando a su hijo por última vez en la mesa (a la mujer se le otorga un papel en este caso preponderante que no tuviese en la época, pero estamos, por suerte, en otra ya). La traición, representada fielmente y de forma literal a través del beso de Judas (Guillermo Stad) y el momento final (no lo es, en realidad), sí, ése, la crucifixión, son culmen (creíamos) de una historia universal.
Vale la pena detenerse en este punto. De nada sirvieron las plegarias de Jesús a su padre; de nada sirviese su mensaje de amor, pues finalmente sería asesinado. ¿De nada sirvió? Absurda afirmación. Quién puede negar que su mensaje caló hasta los huesos de este planeta, en ocasiones tan desdibujado, tan borroso, tan emborronado que ya se encarga el propio Jesús de criticar con fiereza a quienes se ocupasen de mancharlo. Y, por si fuese necesario (que lo es), hoy reaparece aquí (resucitado) para recordarnos que su mensaje, tengas fe o no, profeses una u otra religión (o ninguna), te atañe, te ha de conmover, debería afectarte, pues es un mensaje de paz, de amor; un mensaje que, a quien le palpite el corazón bajo el pecho, debería al menos hacerle empatizar con quien se sienta frente a sus ojos. Un mensaje de aliento que nos anima, no sólo a ser felices (es una decisión, no lo olvidemos), sino a ayudar a los demás a serlo. ¿Tanto poder tenemos? Jesús nos dice que sí (Palabra de Dios).
Un buen casting, donde hay que destacar al protagonista como una elección magistral por parte de la productora; un equipo técnico puntual, detallista, acertadísimo, que, especialmente a través de la iluminación, logra dotar de majestuosidad a aquellos momentos que así lo requieren; fantástica coordinación y complicidad de los actores tras más de 100 funciones. En definitiva, un espectáculo recomendable, ameno y especialmente sincero que logra alcanzar a un público diverso, como lo es la sociedad, como lo ha sido siempre, porque (repito) el acento lo pone el amor, que es, no lo olvidemos, el motor del mundo.
No esperes encontrar cuando vayas a verlo (porque no deberías dejar de ir, se ha prorrogado hasta el 21 de abril) un mensaje de evangelización, una experiencia de fe, una proclama religiosa o una invitación a creer en algo o en alguien. No esperes nada. Sólo déjate sorprender y deja abiertas las puertas de tu alma, porque va a adentrarse en ella una corriente de luz que te iluminará desde los ojos (como brillan los de Escuredo al emocionarse sobre las tablas) hasta los pies (como lucen los suyos al ser besados por los apóstoles que lo hicieran descender de la cruz).
Contempla su muerte, recostado en brazos de su madre, y si no sientes un ápice de empatía por la historia y el rostro de ojos cerrados de él y ojos húmedos de ella, entonces sal de allí defraudado, descontento, decepcionado. Pero cuidado: si durante las 3 horas en que vas a ser golpeado con delicadeza (con suaves latigazos) por esa lluvia de luz se te remueve en algún momento un pensamiento, un sentimiento, un latido “fuera de onda” que se acelera sin remedio… entonces Jesús habrá cumplido con su objetivo y tú deberás salir agradecido.
33 El Musical, te espera para recordarte que nada, absolutamente nada de lo que rodea tu día a día tendría sentido si no le agregases una pizca de amor; si no lograses ver en los ojos de los demás una sonrisa. Y en los tuyos, la más amplia. La suya. La sonrisa que Escuredo nos contagia como una gripe mal curada de bellísimos efectos insospechados.
MIGUEL ÁNGEL SAN JUAN

















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