Primer domingo:
Lc 4, 1-13
En aquel tiempo, Jesús, lleno del Espíritu
Santo, volvió del río Jordán, y el Espíritu lo llevó al desierto. Allí
estuvo cuarenta días, y el diablo lo puso a prueba. No comió nada
durante esos días, así que después sintió hambre. El diablo entonces le
dijo: -Si de veras eres Hijo de Dios, ordena a esta piedra que se
convierta en pan.
Jesús le contestó: -La Escritura dice: “No sólo de pan vivirá el hombre.”
Luego el diablo lo levantó y mostrándole
en un momento todos los países del mundo, le dijo: -Yo te daré todo este
poder y la grandeza de estos países. Porque yo lo he recibido, y se lo
daré al que quiera dárselo. Si te arrodillas y me adoras, todo será
tuyo.
Jesús le contestó: -La escritura dice: “Adora al Señor tu Dios, y sírvele sólo a él.”
Después el diablo lo llevó a la ciudad de
Jerusalén, lo subió a la parte más alta del templo y le dijo: -Si de
veras eres Hijo de Dios, tírate abajo desde aquí; porque la Escritura
dice: “Dios mandará que sus ángeles te cuiden y te protejan.
Te levantarán con sus manos, para que no tropieces con piedra alguna.”
Jesús le contestó: -También dice la Escritura: “No pongas a prueba al Señor tu Dios.”
Cuando ya el diablo no encontró otra forma de poner a prueba a Jesús, se alejó de él por algún tiempo.
Segundo domingo:
Lc 9, 28b-36
En aquel tiempo, Jesús subió a un cerro a
orar, acompañado de Pedro, Santiago y Juan. Mientras oraba, el aspecto
de su cara cambió, y su ropa se volvió muy blanca y brillante; y
aparecieron dos hombres conversando con él. Eran Moisés y Elías, que
estaban rodeados de un resplandor glorioso y hablaban de la partida de
Jesús de este mundo, que iba a tener lugar en Jerusalén. Aunque Pedro y
sus compañeros tenían mucho sueño, permanecieron despiertos, y vieron la
gloria de Jesús y a los dos hombres que estaban con él. Cuando aquellos
hombres se separaban ya de Jesús, Pedro le dijo: -Maestro, ¡qué bien
estamos aquí! Vamos a hacer tres chozas: una para ti, otra para Moisés y
otra para Elías.
Pero Pedro no sabía lo que decía. Mientras
hablaba, una nube se posó sobre ellos, y al verse dentro de la nube
tuvieron miedo. Entonces de la nube salió una voz, que dijo: «Éste es mi
Hijo, mi elegido: escúchenlo.»
Cuando se escuchó esa voz, Jesús quedó
solo. Pero ellos mantuvieron esto en secreto y en aquel tiempo a nadie
dijeron nada de lo que habían visto.
Tercer domingo:
Lc 13, 1-9
Por aquel tiempo fueron unos a ver a
Jesús, y le contaron que Pilato había mezclado la sangre de unos hombres
de Galilea con la sangre de los animales que ellos habían ofrecido en
sacrificio.
Jesús les dijo: «¿Piensan ustedes que esto
les pasó a esos hombres de Galilea por ser ellos más pecadores que los
otros de su país? Les digo que no; y si ustedes mismos no se vuelven a
Dios, también morirán. ¿O creen que aquellos dieciocho que murieron
cuando la torre de Siloé les cayó encima eran más culpables que los
otros que vivían en Jerusalén? Les digo que no; y si ustedes mismos no
se vuelven a Dios, también morirán.»
Jesús les contó esta parábola: «Un hombre
tenía una higuera plantada en su viñedo, y fue a ver si daba higos, pero
no encontró ninguno. Así que le dijo al hombre que cuidaba el viñedo:
“Mira, por tres años seguidos he venido a esta higuera en busca de
fruto, pero nunca lo encuentro. Córtala, pues; ¿para qué ha de ocupar
terreno inútilmente?” Pero el que cuidaba el terreno le contestó:
“Señor, déjala todavía este año; voy a aflojarle la tierra y a echarle
abono. Con eso tal vez dará fruto; y si no, ya la cortarás.”»
Cuarto domingo:
Lc 15, 1-3.11-32
En aquel tiempo todos los que cobraban
impuestos para Roma y otra gente de mala fama se acercaban a Jesús, para
oírlo. Los fariseos y los maestros de la ley lo criticaban por esto,
diciendo: -Este recibe a los pecadores y come con ellos.
Entonces Jesús les dijo esta parábola:
«Un hombre tenía dos hijos, y el más joven
le dijo a su padre: “Padre, dame la parte de la herencia que me toca.”
Entonces el padre repartió los bienes entre ellos. Pocos días después el
hijo menor vendió su parte de la propiedad, y con ese dinero se fue
lejos, a otro país, donde todo lo derrochó llevando una vida
desenfrenada. Pero cuando ya se había gastado todo, hubo una gran
escasez de comida en aquel país, y él comenzó a pasar hambre. Fue a
pedir trabajo a un hombre del lugar, que lo mandó a sus campos a cuidar
cerdos. Y tenía ganas de llenarse con las algarrobas que comían los
cerdos, pero nadie se las daba. Al fin se puso a pensar: “¡Cuántos
trabajadores en casa de mi padre tienen comida de sobra, mientras yo
aquí me muero de hambre! Regresaré a casa de mi padre, y le diré: Padre
mío, he pecado contra Dios y contra ti; ya no merezco llamarme tu hijo;
trátame como a uno de tus trabajadores.” Así que se puso en camino y
regresó a la casa de su padre.
Cuando todavía estaba lejos, su padre lo
vio y sintió compasión de él. Corrió a su encuentro, y lo recibió con
abrazos y besos. El hijo le dijo: “Padre mío, he pecado contra Dios y
contra ti; ya no merezco llamarme tu hijo.” Pero el padre ordenó a sus
criados: “Saquen pronto la mejor ropa y vístanlo; pónganle también un
anillo en el dedo y sandalias en los pies. Traigan el becerro más gordo y
mátenlo. ¡Vamos a celebrar esto con un banquete! Porque este hijo mío
estaba muerto y ha vuelto a vivir; se había perdido y lo hemos
encontrado.” Comenzaron la fiesta.
Entre tanto, el hijo mayor estaba en el
campo. Cuando regresó y llegó cerca de la casa, oyó la música y el
baile. Entonces llamó a uno de los criados y le preguntó qué pasaba. El
criado le dijo: “Es que su hermano ha vuelto; y su padre ha mandado
matar el becerro más gordo, porque lo recobró sano y salvo.” Pero tanto
se enojó el hermano mayor, que no quería entrar, así que su padre tuvo
que salir a rogarle que lo hiciera. Le dijo a su padre: “Tú sabes
cuantos años te he servido, sin desobedecerte nunca, y jamás me has dado
ni siquiera un cabrito para tener una comida con mis amigos. En cambio,
ahora llega este hijo tuyo, que ha malgastado tu dinero con
prostitutas, y matas para él el becerro más gordo.”
El padre le contestó: “Hijo mío, tú
siempre estás conmigo, y todo lo que tengo es tuyo. Pero había que
celebrar esto con un banquete y alegrarnos, porque tu hermano, que
estaba muerto, ha vuelto a vivir; se había perdido, y lo hemos
encontrado.”»
Quinto domingo:
Jn 8, 1-11
En aquel tiempo, Jesús se dirigió al Monte
de los Olivos, y al día siguiente, al amanecer, volvió al templo. La
gente se le acercó, y él se sentó y comenzó a enseñarles.
Los maestros de la ley y los fariseos
llevaron entonces a una mujer, a la que habían sorprendido cometiendo
adulterio. La pusieron en medio de todos los presentes, y dijeron a
Jesús: –Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en el acto mismo de
cometer adulterio. En la ley, Moisés nos ordenó que se matara a pedradas
a esta clase de mujeres. ¿Tú que dices?
Ellos preguntaron esto para ponerlo a
prueba, y tener así de qué acusarlo. Pero Jesús se inclinó y comenzó a
escribir en la tierra con el dedo. Luego, como seguían preguntándole, se
enderezó y les dijo: –Aquel de ustedes que no tenga pecado, que tire la
primera piedra.
Y volvió a inclinarse y siguió escribiendo
en la tierra. Al oír esto, uno tras otro comenzaron a irse, y los
primeros en hacerlo fueron los más viejos. Cuando Jesús se encontró solo
con la mujer, que se había quedado allí, se enderezó y le preguntó:
–Mujer, ¿dónde están? ¿Ninguno te ha condenado? Ella le contestó:
–Ninguno, Señor.
Jesús le dijo: –Tampoco yo te condeno; ahora vete y no vuelvas a pecar.