Te sentí pasar a oscuras por mi corazón.
Me decías: "Busca, que a tu puerta estoy." En mi sendero caminabas Vos, Señor, y en mi casa me esperabas Vos, Señor, a cenar contigo, corazón amigo. Te sentí llegar, callado en mi soledad. Me decías: "Oye, que te quiero hablar". En el silencio me hablabas Vos, Señor. Tu paciencia me esperaba, ¡Oh Señor! a cenar contigo, corazón amigo. Esteban Gumucio SS.CC |
JUAN 3, 13-17
Nadie
sube al cielo para quedarse más que el que ha bajado del cielo, el Hijo
del hombre: Lo mismo que en el desierto Moisés levantó en alto la
serpiente, así tiene que ser levantado el Hijo del hombre, para que todo
el que lo haga objeto de su adhesión tenga vida definitiva. Porque así
demostró Dios su amor al mundo, llegando a dar a su Hijo único, para que
todo el que le presta su adhesión tenga vida definitiva y ninguno
perezca. Porque no envió Dios el Hijo al mundo para que dé sentencia
contra el mundo, sino para que el mundo por él se salve.
MIRAR CON FE AL CRUCIFICADO
La
fiesta que hoy celebramos los cristianos es incomprensible y hasta
disparatada para quien desconoce el significado de la fe cristiana en el
Crucificado. ¿Qué sentido puede tener celebrar una fiesta que se llama
“Exaltación de la Cruz ” en una sociedad que busca apasionadamente el
“confort” la comodidad y el máximo bienestar?
Más
de uno se preguntará cómo es posible seguir todavía hoy exaltando la
cruz. ¿No ha quedado ya superada para siempre esa manera morbosa de
vivir exaltando el dolor y buscando el sufrimiento? ¿Hemos de seguir
alimentando un cristianismo centrado en la agonía del Calvario y las
llagas del Crucificado?
Son
sin duda preguntas muy razonables que necesitan una respuesta
clarificadora. Cuando los cristianos miramos al Crucificado no
ensalzamos el dolor, la tortura y la muerte, sino el amor, la cercanía y
la solidaridad de Dios que ha querido compartir nuestra vida y nuestra
muerte hasta el extremo.
No
es el sufrimiento el que salva sino el amor de Dios que se solidariza
con la historia dolorosa del ser humano. No es la sangre la que, en
realidad, limpia nuestro pecado sino el amor insondable de Dios que nos
acoge como hijos. La crucifixión es el acontecimiento en el que mejor se
nos revela su amor.
Descubrir
la grandeza de la Cruz no es atribuir no sé qué misterioso poder o
virtud al dolor, sino confesar la fuerza salvadora del amor de Dios
cuando, encarnado en Jesús, sale a reconciliar el mundo consigo.
En
esos brazos extendidos que ya no pueden abrazar a los niños y en esas
manos que ya no pueden acariciar a los leprosos ni bendecir a los
enfermos, los cristianos “contemplamos” a Dios con sus brazos abiertos
para acoger, abrazar y sostener nuestras pobres vidas, rotas por tantos
sufrimientos.
En
ese rostro apagado por la muerte, en esos ojos que ya no pueden mirar
con ternura a las prostitutas, en esa boca que ya no puede gritar su
indignación por las víctimas de tantos abusos e injusticias, en esos
labios que no pueden pronunciar su perdón a los pecadores, Dios nos está
revelando como en ningún otro gesto su amor insondable a la Humanidad.
Por
eso, ser fiel al Crucificado no es buscar cruces y sufrimientos, sino
vivir como él en una actitud de entrega y solidaridad aceptando si es
necesario la crucifixión y los males que nos pueden llegar como
consecuencia. Esta fidelidad al Crucificado no es dolorista sino
esperanzada. A una vida “crucificada”, vivida con el mismo espíritu de
amor con que vivió Jesús, solo le espera resurrección.
José Antonio Pagola
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Lámpara es tu Palabra para mi vida, Señor;
decir tu nombre es una explosión de luz y de alegría. El Señor es mi luz; nada temo porque él alumbra todas mis oscuridades. El Señor se acerca siempre para iluminar nuestros pasos cansados. En el sendero de la vida, Jesús, es la luz de las gentes, el camino luminoso, la verdad que se hace luz y esperanza. ¿A quién iremos, Señor? ¿A quién acudir cuando llega la noche? Sólo tú eres la luz y la salvación de los hombres, el Redentor de cada ser humano, preocupado por todos los dramas de los hombres. El Señor es la luz de nuestras vidas, el amanecer deslumbrante. El Señor es mi luz y mi salvación, la cabaña donde me refugio de la tormenta. Como el pájaro encontró su nido en los atrios del templo, así es de bueno el Señor, pues nos deja anidar en su corazón y hacer morada en él pues vive en nosotros como luz y vida. Cuando me asalta algún peligro no temo, porque su luz guía mis pasos; él es la brújula de mi vida, la luz que inunda de paz todo mi ser. |
domingo, 14 de septiembre de 2014
Reflejos de Luz
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