Enséñame a ir a ese país
que está más allá de las palabras y de los nombres propios… Necesito que tú me guíes. Necesito que mi corazón se mueva bajo tu impulso. Necesito que mi vida se purifique en tu presencia. Necesito que fortalezcas mi voluntad. Necesito que tú llenes mi vida. Te necesito para todos aquellos que sufren, Te necesito para los encarcelados, Te necesito para los hambrientos, Te necesito para quienes están en peligro, Te necesito para los cansados, Te necesito para los que no conocen la gracia de tu salvación. Porque sin ti nada puedo. Porque sin ti nada soy. Y el mundo, Tú lo has dicho, necesita mi entrega, necesita mi amor, me necesita a mi. Cuento contigo, Señor. |
Un
día ví un viejo lobo en la boca de una cueva excavada en la montaña. El
pobre animal, apenas si podía moverse. Me preguté entonces ¿Cómo haría
el viejo lobo para sobrevivir si no podía salir a buscar alimento?". Y
me quedé largo rato mirándolo. Pasado un rato, vi aparecer entre los
matorrales a un león que traía un cabrito muerto entre sus fauces,
depositarlo junto al lobo, y marcharse en silencio, tal como había
llegado.
Entonces
me admiré de la sabiduría de Dios, que había puesto a ese león en el
camino del lobo herido para que día a día lo alimentase.
Y
decidí yo también abandonarme a la misericordia de Dios. Me recosté
entonces en la boca de una cueva, confiado en la providencia divina que
no tardaría en acercarme alimento. Pero pasaron los días, y nada
ocurría. ¡Paciencia!- me dije- ¡Que se haga, Señor tu voluntad!
Días
después, ya casi desfallecía de hambre, cuando escuché la voz de Dios
que me decía: "¡Insensato! ¿Qué haces ahí tirado esperando que alguien
venga a alimentarte? ¡Tú eres un león, no un lobo viejo!"
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Las
ramas de los árboles que bordeaban el camino se doblaban doloridas,
ante el peso de tanta flor. De lejos, llegaban flotando en el cálido
aire primaveral las notas alegres de una flauta. Toda la gente se había
ido a los bosques, a celebrar la fiesta de las flores. En lo alto del
cielo, la luna llena observaba las sombras del pueblo silencioso.
El
joven asceta paseaba por la calle solitaria, mientras sobre él los
cuclillos enamorados lanzaban desde las ramas del mango su queja
desvelada. Upagupta atravesó las puertas de la ciudad y se detuvo en la
base del torreón. ¿Quién era aquella mujer tendida al pie de la muralla?
Abatida por la peste negra, el cuerpo cubierto de llagas, había sido
arrojada de la ciudad.
El asceta se sentó a su lado, apoyó la cabeza, humedeció con agua sus labios y untó de bálsamo su cuerpo hinchado.
—¿Quién eres, que así te compadeces? —preguntó la mujer.
—Ha llegado la hora en que debía visitarte, y aquí me tienes a tu lado —contestó el joven
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El
abad de un monasterio se hallaba muy preocupado. Años atrás, su
monasterio había visto tiempos de esplendor. Sus celdas habían estado
repletas de jóvenes novicios y en la capilla resonaba el canto armonioso
de sus monjes. Pero habían llegado malos tiempos: la gente ya no acudía
al monasterio a alimentar su espíritu. La avalancha de jóvenes
candidatos había cesado y la capilla se hallaba silenciosa. Sólo
quedaban unos pocos monjes que cumplían triste y rutinariamente sus
obligaciones.
Un
día, decidió pedir consejo, y acudió a un anciano obispo que tenía fama
de ser hombre muy sabio en su avanzada edad. Emprendió el viaje, y días
después se encontró frente al buen hombre. Le planteó la situación y le
preguntó: "¿A qué se debe esta triste situación? ¿Hemos cometido acaso
algún pecado?". A lo que el anciano obispo respondió: "Sí. Han cometido
un pecado de ignorancia. El mismo Señor Jesucristo se ha disfrazado y
está viviendo en medio de ustedes, y ustedes no lo saben". Y no dijo
más.
El
abad se retiró y emprendió el camino de regreso a su monasterio.
Durante el viaje sentía como si el corazón se le saliese del pecho. ¡No
podía creerlo! ¡El mismísimo Hijo de Dios estaba viviendo ahí en medio
de sus monjes! ¿Cómo no había sido capaz de reconocerle? ¿Sería el
hermano sacristán? ¿Tal vez el hermano cocinero? ¿O el hermano
administrador? ¡No, el no! Por desgracia, él tenía demasiados defectos…
Pero el anciano obispo había dicho que se había "disfrazado". ¿No serían
acaso aquellos defectos parte de su disfraz? Bien mirado, todos en el
convento tenían defectos… ¡y uno de ellos tenía que ser Jesucristo!
Cuando
llegó al monasterio, reunió a sus monjes y les contó lo que había
averiguado. Los monjes se miraban incrédulos unos a otros. ¿Jesucristo…
aquí? ¡Increíble! Claro que si estaba disfrazado…. Entonces, tal vez…
Podría ser Fulano.. ¿O Mengano? ¿O….?
Una
cosa era cierta: Si el Hijo de Dios estaba allí disfrazado, no era
probable que pudieran reconocerlo. De modo que empezaron todos a
tratarse con respeto y consideración. "Nunca se sabe", pensaba cada cual
para sí cuando trataba con otro monje, "tal vez sea éste…"
El
resultado fue que el monasterio recobró su antiguo ambiente de gozo
desbordante. Pronto volvieron a acudir decenas de candidatos pidiendo
ser admitidos en la Orden, y en la capilla volvió a resonar el jubiloso
canto de los monjes, radiantes del espíritu de Amor.
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