Homilía íntegra del Papa Francisco en la misa de inicio de su pontificado (19 de marzo de 2013)
Queridos hermanos y hermanas
Doy
gracias al Señor por poder celebrar esta Santa Misa de comienzo del
ministerio petrino en la solemnidad de san José, esposo de la Virgen
María y patrono de la Iglesia universal: es una coincidencia muy rica de
significado, y es también el onomástico de mi venerado Predecesor: le
estamos cercanos con la oración, llena de afecto y gratitud.
Saludo
con afecto a los hermanos Cardenales y Obispos, a los presbíteros,
diáconos, religiosos y religiosas y a todos los fieles laicos. Agradezco
por su presencia a los representantes de las otras Iglesias y
Comunidades eclesiales, así como a los representantes de la comunidad
judía y otras comunidades religiosas. Dirijo un cordial saludo a los
Jefes de Estado y de Gobierno, a las delegaciones oficiales de tantos
países del mundo y al Cuerpo Diplomático.
Hemos
escuchado en el Evangelio que «José hizo lo que el ángel del Señor le
había mandado, y recibió a su mujer» (Mt 1,24). En estas palabras se
encierra ya la la misión que Dios confía a José, la de ser custos,
custodio. Custodio ¿de quién? De María y Jesús; pero es una custodia que
se alarga luego a la Iglesia, como ha señalado el beato Juan Pablo II:
«Al igual que cuidó amorosamente a María y se dedicó con gozoso empeño a
la educación de Jesucristo, también custodia y protege su cuerpo
místico, la Iglesia, de la que la Virgen Santa es figura y modelo»
(Exhort. ap. Redemptoris Custos, 1).
¿Cómo
ejerce José esta custodia? Con discreción, con humildad, en silencio,
pero con una presencia constante y una fidelidad y total, aun cuando no
comprende. Desde su matrimonio con María hasta el episodio de Jesús en
el Templo de Jerusalén a los doce años, acompaña en todo momento con
esmero y amor. Está junto a María, su esposa, tanto en los momentos
serenos de la vida como los difíciles, en el viaje a Belén para el censo
y en las horas temblorosas y gozosas del parto; en el momento dramático
de la huida a Egipto y en la afanosa búsqueda de su hijo en el Templo; y
después en la vida cotidiana en la casa de Nazaret, en el taller donde
enseñó el oficio a Jesús
¿Cómo
vive José su vocación como custodio de María, de Jesús, de la Iglesia?
Con la atención constante a Dios, abierto a sus signos, disponible a su
proyecto, y no tanto al propio; y eso es lo que Dios le pidió a David,
como hemos escuchado en la primera Lectura: Dios no quiere una casa
construida por el hombre, sino la fidelidad a su palabra, a su designio;
y es Dios mismo quien construye la casa, pero de piedras vivas marcadas
por su Espíritu. Y José «custodio» porque sabe escuchar a Dios, se deja
guiar por su voluntad, y precisamente por eso es más sensible aún a las
personas que se le han confiado, sabe cómo leer con realismo los
acontecimientos, está atento a lo que le rodea, y sabe tomar las
decisiones más sensatas. En él, queridos amigos, vemos cómo se responde a
la llamada de Dios, con disponibilidad, con prontitud; pero vemos
también cuál es el centro de la vocación cristiana: Cristo. Guardemos a
Cristo en nuestra vida, para guardar a los demás, salvaguardar la
creación.
Pero
la vocación de custodiar no sólo nos atañe a nosotros, los cristianos,
sino que tiene una dimensión que antecede y que es simplemente humana,
corresponde a todos. Es custodiar toda la creación, la belleza de la
creación, como se nos dice en el libro del Génesis y como nos muestra
san Francisco de Asís: es tener respeto por todas las criaturas de Dios y
por el entorno en el que vivimos. Es custodiar a la gente, el
preocuparse por todos, por cada uno, con amor, especialmente por los
niños, los ancianos, quienes son más frágiles y que a menudo se quedan
en la periferia de nuestro corazón. Es preocuparse uno del otro en la
familia: los cónyuges se guardan recíprocamente y luego, como padres,
cuidan de los hijos, y con el tiempo, también los hijos se convertirán
en cuidadores de sus padres. Es vivir con sinceridad las amistades, que
son un recíproco protegerse en la confianza, en el respeto y en el bien.
En el fondo, todo está confiado a la custodia del hombre, y es una
responsabilidad que nos afecta a todos. Sed custodios de los dones de
Dios.
Y
cuando el hombre falla en esta responsabilidad, cuando no nos
preocupamos por la creación y por los hermanos, entonces gana terreno la
destrucción y el corazón se queda árido.
Por
desgracia, en todas las épocas de la historia existen «Herodes» que
traman planes de muerte, destruyen y desfiguran el rostro del hombre y
de la mujer. Quisiera pedir, por favor, a todos los que ocupan puestos
de responsabilidad en el ámbito económico, político o social, a todos
los hombres y mujeres de buena voluntad: seamos «custodios» de la
creación, del designio de Dios inscrito en la naturaleza, guardianes del
otro, del medio ambiente; no dejemos que los signos de destrucción y de
muerte acompañen el camino de este mundo nuestro. Pero, para
«custodiar», también tenemos que cuidar de nosotros mismos.
Recordemos
que el odio, la envidia, la soberbia ensucian la vida. Custodiar quiere
decir entonces vigilar sobre nuestros sentimientos, nuestro corazón,
porque ahí es de donde salen las intenciones buenas y malas: las que
construyen y las que destruyen. No debemos tener miedo de la bondad, más
aún, ni siquiera de la ternura.
Y
aquí añado entonces una ulterior anotación: el preocuparse, el
custodiar, requiere bondad, pide ser vivido con ternura. En los
Evangelios, san José aparece como un hombre fuerte y valiente,
trabajador, pero en su alma se percibe una gran ternura, que no es la
virtud de los débiles, sino más bien todo lo contrario: denota fortaleza
de ánimo y capacidad de atención, de compasión, de verdadera apertura
al otro, de amor. No debemos tener miedo de la bondad, de la ternura.
Hoy,
junto a la fiesta de San José, celebramos el inicio del ministerio del
nuevo Obispo de Roma, Sucesor de Pedro, que comporta también un poder.
Ciertamente, Jesucristo ha dado un poder a Pedro, pero ¿de qué poder se
trata? A las tres preguntas de Jesús a Pedro sobre el amor, sigue la
triple invitación: Apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas. Nunca
olvidemos que el verdadero poder es el servicio, y que también el Papa,
para ejercer el poder, debe entrar cada vez más en ese servicio que
tiene su culmen luminoso en la cruz; debe poner sus ojos en el servicio
humilde, concreto, rico de fe, de san José y, como él, abrir los brazos
para custodiar a todo el Pueblo de Dios y acoger con afecto y ternura a
toda la humanidad, especialmente los más pobres, los más débiles, los
más pequeños; eso que Mateo describe en el juicio final sobre la
caridad: al hambriento, al sediento, al forastero, al desnudo, al
enfermo, al encarcelado (cf. Mt 25,31-46). Sólo el que sirve con amor
sabe custodiar.
En
la segunda Lectura, san Pablo habla de Abraham, que «apoyado en la
esperanza, creyó, contra toda esperanza» (Rm 4,18). Apoyado en la
esperanza, contra toda esperanza. También hoy, ante tantos cúmulos de
cielo gris, hemos de ver la luz de la esperanza y dar nosotros mismos
esperanza. Custodiar la creación, cada hombre y cada mujer, con una
mirada de ternura y de amor; es abrir un resquicio de luz en medio de
tantas nubes; es llevar el calor de la esperanza.
Y,
para el creyente, para nosotros los cristianos, como Abraham, como san
José, la esperanza que llevamos tiene el horizonte de Dios, que se nos
ha abierto en Cristo, está fundada sobre la roca que es Dios.
Custodiar
a Jesús con María, custodiar toda la creación, custodiar a todos,
especialmente a los más pobres, custodiarnos a nosotros mismos; he aquí
un servicio que el Obispo de Roma está llamado a desempeñar, pero al que
todos estamos llamados, para hacer brillar la estrella de la esperanza:
protejamos con amor lo que Dios nos ha dado.
Imploro
la intercesión de la Virgen María, de san José, de los Apóstoles san
Pedro y san Pablo, de san Francisco, para que el Espíritu Santo acompañe
mi ministerio, y a todos vosotros os digo: Orad por mí. Amen.
Ciudad
del Vaticano (AICA): Según un comunicado facilitado por el padre
Lombardi, portavoz de la Santa Sede, monseñor Pasquale Macchi, el que
fuera secretario del papa Pablo VI, conservaba el molde en cera de un
anillo hecho por el escultor italiano Enrico Manfrini para Pablo VI, que
representa a Pedro con las llaves. El anillo no es de oro, sino de
plata dorada. El anillo nunca fue fundido en metal, y Pablo VI no lo
utilizó nunca, porque llevaba siempre el anillo hecho en ocasión del
Concilio Ecuménico Vaticano II.
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