Me basta saber, Dios mío, que Tú eres Padre,
Sé que me amas y eso me regocija, sé que lo puedes todo y eso me llena de confianza.
A Ti que todo lo sabes te confío mi vida
Cuando me creo sola piensas en mí,
Cuando
me desanimo tu amor me rodea, yo te olvido pero tu nunca te olvidas de
mí, cada minuto de mi vida es un minuto de amor por tu parte.
Cuando el pasado me desasosiega, tu perdón es bálsamo de mis recuerdos.
Si
el porvenir me inquieta, vivo el don del momento presente el minuto
que encierra todo el porvenir porque es el instante que me regalas para
amarte y fiarme de Ti. AMEN
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El Año litúrgico se fija a partir del ciclo lunar, es decir, no se ciñe estrictamente al año calendario
El Año litúrgico no se ciñe estrictamente al año calendario, sino que varía de acuerdo con el ciclo lunar.
Cuenta
la historia, que la noche en la que el pueblo judío salió de Egipto,
había luna llena y eso les permitió prescindir de las lámparas para que
no les descubrieran los soldados del faraón.
Los
judíos celebran este acontecimiento cada año en la pascua judía o
"Pesaj", que siempre concuerda con una noche de luna llena, en recuerdo
de los israelitas que huyeron de Egipto pasando por el Mar Rojo.
Podemos
estar seguros, por lo tanto, de que el primer Jueves Santo de la
historia, cuando Jesús celebraba la Pascua judía con su discípulos, era
una noche de luna llena.
Por eso,
la Iglesia fija el Jueves Santo en la luna llena que se presenta entre
el mes de marzo y abril y tomando esta fecha como centro del Año
litúrgico, las demás fechas se mueven en relación a esta y hay algunas
fiestas que varían de fecha una o dos semanas.
Las fiestas que cambian año con año, son:
· Miércoles de Ceniza
· Semana Santa
· La Ascensión del Señor
· Pentecostés
· Fiesta de Cristo Rey
También hay fiestas litúrgicas que nunca cambian de fecha, como por ejemplo:
· Navidad
· Epifanía
· Candelaria
· Fiesta de San Pedro y San Pablo
· La Asunción de la Virgen
· Fiesta de todos los santos
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Cuando
nos sentimos heridos por el daño que afecta a nuestros sentimientos,
nuestras emociones, nuestro ser interior, cuando ese mal lo causa una
persona, o varias, o, sin haberse puesto de acuerdo llega a ser un
cúmulo de agresiones que vienen de diversas partes, el corazón se
resiente y queda herido.
Otras
veces hay que poner el corazón en cuidados intensivos, esperando que
sea la maquinaria de Dios la que serene, cure y reavive el rostro
interior con el que lo miramos y miramos al mundo. Ese mundo contemplado
por Jesús desde la cruz, con la actitud contemplativa de fe en su
Padre, abandonado de todos, sin nada, despojado de derechos y de
cualquier defensa, es el mundo en el que estamos inmersos y el que tanto
nos duele en ocasiones.
Nuestro
hermano Carlos andaba por la vida liberado de su pasado herido, y hacía
de su presencia sencilla de Nazaret la presencia silenciosa de Jesús en
un país colonizado por una potencia extranjera y en constante peligro
de conflictos. Amigo de todos, no juzgó a nadie más que a sí mismo.
Pedir
perdón es una cuestión de humildad; el reconocimiento del propio error
necesita de un corazón abierto y limpio. Jesús pide al Padre que perdone
a quienes lo humillan, maltratan, juzgan, condenan y asesinan. Pide
perdón para quienes lo envidian y calumnian, para los que lo niegan,
para quienes desconfían de su autoridad -reconocida por el pueblo por su
cualidad de Maestro, de sabio, de hombre de Dios-. No pide venganza ni
ajuste de cuentas, ni pasa factura. Sigue siendo amigo de sus amigos. A
Jesús le toca enseñar a sus discípulos a perdonar, dentro de una
sociedad que establece las relaciones humanas con una religiosidad
basada en formas conductuales con respecto a una ley, y que asume con
toda naturalidad devolver el bien con el bien así como el mal con el
mal. Ojo por ojo y diente por diente.
Un
día de desierto en el mes pasado, y otro en el actual, me han
posibilitado orar después desde el corazón que necesita ser sanado.
Cuando el corazón tiene una parte ocupada por sentimientos negativos hay
menos espacios para el amor gratuito. Al igual que el cerebro es
limitado, el mundo de los sentimientos también. Por encima del corazón
está la cabeza, decía mi madre. Es de locos, y he aquí el gran reto para
nuestro ser civilizado, educado en líneas de unas normas cívicas y
cristianas, que sea el corazón el que decida. A Jesús le ocurrió así.
En
uno de los días de desierto comprendí que no se puede vivir en
coherencia con el Evangelio sin haber perdonado. La oración que fluye en
los momentos de encuentro con Dios y el silencio en la adoración se
iban impregnando del convencimiento de que es la gracia, la gratuidad
nada caprichosa de Dios, la que cambia, transforma y da vida nueva a uno
mismo y a quienes han hecho daño, a ti o a los quieres como algo tuyo.
Comprendí que sólo perdonando las personas cambian y Dios va realizando
su voluntad. Comprendí que, cuando uno no puede cambiar las actitudes de
los demás, Dios sí puede. Pedir perdón en cada padrenuestro no es otra
cosa que reconocerlo así.
Necesitamos
del perdón para ser liberados no ya de una sensación de culpa cuanto
por la necesidad de perdonamos a nosotros mismos, y de ser perdonados
por los demás.
En
el otro día de desierto las voces se hacían casi gritos. “Calla y
escucha; pon alerta el corazón: busca la paz”. No des el “tiro en la
nuca” a nadie -hay muchas formas de disparar-, presenta la otra mejilla,
si tienes algo contra tu hermano antes de presentar tu ofrenda... Y en
la eucaristía celebrada con mis hermanos de fraternidad después de la
jornada de desierto aparece Jesús diciéndole a Pedro que hay que
perdonar setenta veces siete. Justo lo que menos, quizá, deseaba oír.
Pero me puse a escuchar y entendí que a través del Evangelio, la buena
noticia pasaba también por darle a Dios todo el espacio, por vencer las
resistencias, justificaciones de uno mismo, romper con los mecanismos de
defensa; dejar, por tanto, que fluyera la gracia y sólo como Dios
quiera, no como a nosotros nos gustaría programar.
El
perdón es sacramento sólo si hay reconciliación. En la reconciliación
del Dios de Israel con su pueblo, en la reconciliación a la que invita
Jesús cuando trata con la gente, la que desea desde la cruz y se nos
manifiesta cuando nos damos el abrazo de la paz, somos perdonados y
aprendemos a perdonar, a cicatrizar las heridas del corazón y a
contemplar nuestra pobreza, que precisa de la gracia para ser pobreza
evangélica en todos sus sentidos.
Orar
liberado, como orar encarcelado, no es una tarea más, sino la expresión
personal de confianza, -con infinita confianza- de que Dios está ahí y
que él hace salir el sol sobre justos y pecadores. Dejemos que él llegue
donde nosotros no logramos entrar. Perdonar sin que se nos pida el
perdón. Regalar aunque no sea el cumpleaños, por pura gratuidad.
Aurelio Sanz Baeza
Pocas veces somos ofendidos; muchas veces nos sentimos ofendidos.
Perdonar es abandonar o eliminar un sentimiento adverso contra el hermano.
¿Quién
sufre: el que odia o el que es odiado? El que es odiado vive feliz,
generalmente, en su mundo. El que cultiva el rencor se parece a aquel
que agarra una brasa ardiente o al que atiza una llama. Pareciera que la
llama quemara al enemigo; pero no, se quema uno mismo. El resentimiento
solo destruye al resentido.
El
amor propio es ciego y suicida: prefiere la satisfacción de la venganza
al alivio del perdón. Pero es locura odiar: es como almacenar veneno en
las entrañas. El rencoroso vive en una eterna agonía.
No
hay en el mundo fruta más sabrosa que la sensación de descanso y alivio
que se siente al perdonar, así como no hay fatiga mas desagradable que
la que produce el rencor. Vale la pena perdonar, así como no hay fatiga
más desagradable que la que produce el rencor. Vale la pena perdonar,
aunque sea solo por interés, porque no hay terapia mas liberadora que el
perdón.
NO
es necesario pedir perdón o perdonar con palabras. Muchas veces basta
un saludo, una mirada benevolente, una aproximación, una conversación.
Son los mejores signos de perdón.
A
veces sucede esto: la gente perdona y siente el perdón; pero después de
un tiempo, renace la aversión. NO asustarse. Una herida profunda
necesita muchas curaciones. Vuelve a perdonar una y otra vez hasta que
la herida quede curada por completo.
Ignacio Larrañaga
Al
pasar vio Jesús un hombre ciego de nacimiento. Le preguntaron sus
discípulos: Maestro, ¿quién había pecado, él o sus padres, para que
naciera ciego? Contestó Jesús: Ni había pecado él ni tampoco sus padres,
pero así se manifestarán en él las obras de Dios. Mientras es de día,
nosotros tenemos que trabajar realizando las obras del que me envió. Se
acerca la noche, cuando nadie puede trabajar. Mientras esté en el mundo,
soy luz del mundo. Dicho esto, escupió en tierra, hizo barro con la
saliva, le untó su barro en los ojos y le dijo: Ve a lavarte a la
piscina de Siloé (que significa «Enviado»). Fue, se lavó y volvió con
vista. Los vecinos y los que antes solían verlo, porque era mendigo,
preguntaban: ¿No es éste el que estaba sentado y mendigaba? Unos decían:
El mismo. Otros, en cambio: No, pero se le parece. Él afirmaba: Soy yo.
Le preguntaron entonces: ¿Cómo se te han abierto los ojos? Contestó él:
Ese hombre que se llama Jesús hizo barro, me lo untó en los ojos y me
dijo: «Ve a Siloé y lávate». Fui, entonces, y al lavarme empecé a ver.
Le preguntaron: ¿Dónde está él? Respondió: No sé. Llevaron a los
fariseos al que había sido ciego. El día en que Jesús hizo el barro y le
abrió los ojos era día de precepto. Los fariseos, a su vez, le
preguntaron también cómo había llegado a ver. Él les respondió: Me puso
barro en los ojos, me lavé y veo. Algunos de los fariseos comentaban:
Ese hombre no viene de parte de Dios, porque no guarda el precepto.
Otros, en cambio, decían: ¿Cómo puede un hombre, siendo pecador,
realizar semejantes señales? Y estaban divididos. Le preguntaron otra
vez al ciego: A ti te ha abierto los ojos, ¿qué piensas tú de él? Él
respondió: Es un profeta. Los dirigentes judíos no creyeron que aquél
había sido ciego y había llegado a ver hasta que no llamaron a los
padres del que había conseguido la vista y les preguntaron: ¿Es éste
vuestro hijo, el que vosotros decís que nació ciego? ¿Cómo es que ahora
ve? Respondieron sus padres. Sabemos que éste es nuestro hijo y que
nació ciego. Ahora bien, cómo es que ve ahora, no lo sabemos, y quién le
ha abierto los ojos, nosotros tampoco lo sabemos. Preguntádselo a él,
ya es mayor de edad; él dará razón de sí mismo. Sus padres respondieron
así por miedo a los dirigentes judíos, porque los dirigentes tenían ya
convenido que fuera excluido de la sinagoga quien lo reconociese por
Mesías. Por eso dijeron sus padres: «Ya es mayor de edad, preguntadle a
él». Llamaron entonces por segunda vez al hombre que había sido ciego y
le dijeron: Reconócelo tú ante Dios. A nosotros nos consta que ese
hombre es un pecador. Replicó entonces él: Si es pecador o no, no lo sé;
una cosa sé, que yo era ciego y ahora veo. Insistieron: ¿Qué te hizo?
¿Cómo te abrió los ojos? Les replicó: Ya os lo he dicho y no me habéis
hecho caso. ¿Para qué queréis oírlo otra vez? ¿Es que queréis haceros
discípulos suyos también vosotros? Ellos lo llenaron de improperios y le
dijeron: Discípulo de ése lo serás tú, nosotros somos discípulos de
Moisés. A nosotros nos consta que a Moisés le habló Dios; ése, en
cambio, no sabemos de dónde procede. Les replicó el hombre: Pues eso es
lo raro, que vosotros no sepáis de dónde procede cuando me ha abierto
los ojos. Sabemos que Dios no escucha a los pecadores, sino que al que
lo respeta y realiza su designio a ése lo escucha. Jamás se ha oído
decir que nadie haya abierto los ojos a uno que nació ciego; si éste no
viniera de parte de Dios, no podría hacer nada. Le replicaron:
Empecatado naciste tú de arriba abajo, ¡y vas tú a darnos lecciones a
nosotros! Y lo echaron fuera. Se enteró Jesús de que lo habían echado
fuera, fue a buscarlo y le dijo: ¿Das tu adhesión al Hijo del hombre?
Contestó él: Y ¿quién es, Señor, para dársela? Le contestó Jesús: Ya lo
has visto; el que habla contigo, ése es. Él declaró: Te doy mi adhesión,
Señor. Y se postró ante él. Añadió Jesús: Yo he venido a abrir un
proceso contra el orden este; así, los que no ven, verán, y los que ven,
quedarán ciegos. Se enteraron de esto aquellos fariseos que habían
estado con él, y le preguntaron: ¿Es que también nosotros somos ciegos?
Les contestó Jesús: Si fuerais ciegos, no tendríais pecado; pero como
decís que veis, vuestro pecado persiste.
PARA EXCLUIDOS
Es
ciego de nacimiento. Ni él ni sus padres tienen culpa alguna, pero su
destino quedará marcado para siempre. La gente lo mira como un pecador
castigado por Dios. Los discípulos de Jesús le preguntan si el pecado es
del ciego o de sus padres.
Jesús
lo mira de manera diferente. Desde que lo ha visto, solo piensa en
rescatarlo de aquella vida desgraciada de mendigo, despreciado por todos
como pecador. Él se siente llamado por Dios a defender, acoger y curar
precisamente a los que viven excluidos y humillados.
Después
de una curación trabajosa en la que también él ha tenido que colaborar
con Jesús, el ciego descubre por vez primera la luz. El encuentro con
Jesús ha cambiado su vida. Por fin podrá disfrutar de una vida digna,
sin temor a avergonzarse ante nadie.
Se
equivoca. Los dirigentes religiosos se sienten obligados a controlar la
pureza de la religión. Ellos saben quién no es pecador y quién está en
pecado. Ellos decidirán si puede ser aceptado en la comunidad religiosa.
El
mendigo curado confiesa abiertamente que ha sido Jesús quien se le ha
acercado y lo ha curado, pero los fariseos lo rechazan irritados:
"Nosotros sabemos que ese hombre es un pecador". El hombre insiste en
defender a Jesús: es un profeta, viene de Dios. Los fariseos no lo
pueden aguantar: "Empecatado naciste de pies a cabeza y, ¿tú nos vas a
dar lecciones a nosotros?".
El
evangelista dice que, "cuando Jesús oyó que lo habían expulsado, fue a
encontrarse con él". El diálogo es breve. Cuando Jesús le pregunta si
cree en el Mesías, el expulsado dice: "Y, ¿quién es, Señor, para que
crea en él?". Jesús le responde conmovido: No está lejos de ti. "Lo
estás viendo; el que te está hablando, ese es". El mendigo le dice:
"Creo, Señor".
Así
es Jesús. Él viene siempre al encuentro de aquellos que no son acogidos
oficialmente por la religión. No abandona a quienes lo buscan y lo aman
aunque sean excluidos de las comunidades e instituciones religiosas.
Los que no tienen sitio en nuestras iglesias tienen un lugar
privilegiado en su corazón.
¿Quién
llevará hoy este mensaje de Jesús hasta esos colectivos que, en
cualquier momento, escuchan condenas públicas injustas de dirigentes
religiosos ciegos; que se acercan a las celebraciones cristianas con
temor a ser reconocidos; que no pueden comulgar con paz en nuestras
eucaristías; que se ven obligados a vivir su fe en Jesús en el silencio
de su corazón, casi de manera secreta y clandestina? Amigos y amigas
desconocidos, no lo olvidéis: cuando los cristianos os rechazamos, Jesús
os está acogiendo.
José Antonio Pagola
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martes, 1 de abril de 2014
Megapost Reflejos de Luz. Pastoral Católica en Red
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