Érase
una vez un muñeco de sal. Había andado mucho por cálidas tierras y
áridos desiertos. Y un día llegó a la orilla del mar. Nunca lo había
visto y sintió curiosidad. -¿Quién eres?, preguntó el muñeco. -Soy el
mar, respondió éste. -Pero… ¿qué es el mar?, volvió a insistir el
muñeco. -Si quieres saber lo que soy, tócame, le contestó el mar. Y
tímidamente el muñeco de sal tocó el mar con la punta de los dedos de su
pie derecho. De improviso se asustó, al darse cuenta que la punta de su
pie había desaparecido. -Mar ¿qué me hiciste?, preguntó, llorando, el
muñeco. Se quedó largo tiempo pensativo, y, por fin, decidió deslizarse
suavemente en el mar. A medida que entraba en el agua, se iba
deshaciendo, diluyéndose… poco a poco… Cuando una ola lo absorbió por
entero, se fundió con el mar y, en ese instante, supo qué era el mar.
Señor
Jesús: Las cosas no se conocen hasta que no se prueban. Contigo pasa lo
mismo: mientras no nos decidimos a abandonarnos del todo en ti, no
sabemos quién eres, cómo eres. Ayúdanos a perderte el miedo y a
fundirnos contigo, para saborearte. Te pedimos por los que no conocen a
tu Hijo, le tienen miedo o pasan de él; y por los misioneros y
misioneras que dedican su vida a darlo a conocer.
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