jueves, 30 de agosto de 2012



Ha sido en estos días objeto de burla y chanza, y trending topic en twitter. Ha dado de qué hablar a miles de personas, y ha traspasado los muros de un templo que hasta ahora muy pocos —además de sus feligreses— habían visitado. Se trata del rostro desfigurado del Ecce Homo de la iglesia de Borja (Zaragoza), que una anciana ha querido restaurar con buena intención y poco acierto, para escándalo de algunos y cachondeo de muchos, que rápidamente lo bautizaron como ecce mono en las redes sociales.

No quiero detenerme en valorar si el estropicio de la octogenaria Cecilia ha hecho mucho “daño artístico”, pues creo que el fresco tampoco tenía demasiado valor. Ni siquiera voy a pararme a criticar la desmesurada e irrespetuosa burla que se ha generado en internet hacia esta buena señora y hacia la imagen del Cristo, a raíz de la cual me imagino que más de uno habrá descubierto qué es un ecce homo (o tal vez no…). Personalmente este desgraciado y esperpéntico incidente me ha hecho pensar, sobre todo, en cómo desfiguramos el rostro de Cristo, con mucha frecuencia y sin darnos cuenta, o incluso a sabiendas… Podríamos tomar esta circunstancia como metáfora de nuestra —a veces mediocre— vida cristiana, y como llamada a restaurar la desfigurada imagen que damos de Cristo y su Evangelio.

Dice San Pablo que «todos nosotros, con la cara descubierta, reflejamos la gloria del Señor y nos vamos transformando en su imagen con resplandor creciente, por la acción del Espíritu del Señor» (2 Cor 3,18). Y aquí es donde uno se pregunta qué clase de gloria refleja nuestro rostro, a imagen de quién nos vamos transformando, qué cosas “dice” nuestra vida sobre Cristo, cómo desfiguramos el rostro de Cristo en nuestros hermanos. A mí me escandaliza y me cuestiona más esto que lo de la señora de Borja. La faena del Ecce Homo me la trae al fresco (permítanme la expresión, dado el contexto artístico), pero lo otro no. Porque nuestra vocación —la de cada cristiano y la de la Iglesia—es precisamente reflejar la luz de Jesús, mostrar que en este Hombre —Ecce Homo— encontramos la plenitud de nuestra humanidad.

Dios nos llama a ser la mejor versión de nosotros mismos, la mejor imagen de su Hijo, dejándonos transformar y restaurar por el Espíritu para que nuestras actitudes sean como las suyas. Y ayudar a las personas “desfiguradas” a restaurar el rostro de su dignidad, sin condenar ni estigmatizar a nadie. Como Jesús. Que bastantes cicatrices tiene ya la gente como para que les pongamos “cara de perro” y se marchen de nuestro lado peor de lo que venían. O peor: que les demos la espalda, indiferentes o con desprecio, en lugar de mirarles a los ojos, porque no son de los nuestros (Mc 9,38), o porque no tienen fe, o porque tienen “mala pinta”. O tal vez que pensemos con una sutil pincelada de egoísmo: “con el cuadro que tengo, ¡qué pinto yo ayudando a otros!”.

Vendría bien que dejáramos ya de escandalizarnos o burlarnos de la fallida restauración del Cristo de Borja. No sabemos si tiene arreglo o es irreversible. Los expertos en arte sabrán lo que hacer. Lo nuestro es ponernos manos a la obra, para que la cosa pinte bien, en nuestra vida y en la de los ecce homo que nos topamos cada día (que están más cerca de que lo que creemos o nos gustaría). Y para que, brillando nuestra luz, «los que vean nuestras obras den gloria al Padre que está en los cielos» (Mt 5,16).

Gracias Cecilia, por recordarnos que aún hay mucho rostro desfigurado a nuestro alrededor, y que nos queda mucho que “retocar” para reflejar el rostro de Cristo, para mostrar su imagen con nuestra vida.

Guzmán Pérez Montiel es salesiano y sacerdote, director de la revista FAST

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