sábado, 26 de enero de 2013


Creo en Dios.
En el Dios de los credos, con todas sus verdades.
Pero, por sobre todo, en un Dios
que resucita de la letra muerta
para hacerse parte de la vida.
Creo en un Dios que acompaña de cerca
cada paso de mi caminar por esta tierra:
muchas veces detrás, observando y sufriendo con mis errores;
otras veces a mi lado, hablando y enseñándome;
y otras veces delante, guiando y marcando el ritmo de la marcha.
Creo en un Dios de carne y sangre, Jesucristo,
un Dios que vivió en mi piel y se probó mis zapatos,
un Dios que anduvo mis caminos y sabe de luces y de sombras.
Un Dios que comió y que pasó hambre,
que conoció un hogar y sufrió la soledad,
que fue aclamado y condenado, besado y escupido, amado y odiado.
Un Dios que fue a fiestas y a entierros.
Un Dios que rió y que lloró.
Creo en un Dios que tiene atenta -hoy- su mirada sobre el mundo,
que ve los odios que segregan, que dividen,
que marginan, que hieren y que matan;
que ve las balas perforando la carne
y la sangre inocente que riega la tierra;
que ve la mano que se mete en la lata y en el bolsillo ajeno,
robando lo que otro necesita para comer;
que ve al juez que sentencia a favor del mejor postor,
vistiendo la verdad y la justicia de hipocresía;
que ve los ríos sucios y los peces muertos, los tóxicos
destruyendo la tierra y perforando el cielo;
que ve el futuro hipotecado y la deuda del hombre que crece.
Creo en un Dios que ve esto...
y sigue llorando...

Pero creo también en un Dios
que ve a una madre dando a luz: vida que nace del dolor;
que ve a dos niños jugando: semilla solidaria que crece;
que ve a la flor brotar de las ruinas: un nuevo comienzo;
que ve a tres locas reclamando justicia: la ilusión que no muere;
que ve al sol levantarse cada mañana: tiempo de oportunidades;
Creo en un Dios que ve esto...
y ríe,
porque,
a pesar de todo,
hay esperanza...

© Gerardo Oberman, Argentina

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